viernes, 14 de noviembre de 2014

Lecturas infantiles

Escrito y publicado en otra web, 18 de enero de 2011.


Mi hermana Claudia me enseñó a leer mientras jugábamos a la escuelita. Eso se produjo antes de que yo entrase al colegio, así que llegué a las aulas con trabajo adelantado. De ahí en adelante, se desató en mi cerebro un torbellino de lecturas que sigue sin detenerse.
Aun suponiendo, cómo no, las buenas intenciones de Claudia en su enseñanza, las consecuencias fueron algo extrañas. Incluso nefastas.

Y es que los primeros años de colegio están orientados, justamente a que uno aprenda a leer. Lo que en otro sería una ventaja, a mí me significó un lastre. El lastre del aburrimiento. Mientras mis compañeritos balbuceaban trabajosas sílabas, yo leía de corrido. Y me lateaba, me lateaba mucho en la escuela. Esa lata colegial nunca se me pasó. Fue una especie de reflejo condicionado que me persiguió hasta viejo. No en vano, sigo siendo un sujeto que no se ha titulado de nada en esta vida.

Como consecuencia de este proceso, me dediqué con ahínco a estudiar cualquier tema que no tuviese que ver con los programas escolares. Claro, mi rendimiento era, por decir lo menos, dudoso. O francamente malo. Pero a mí no me importaba: era feliz explorando otros mundos a través de las páginas impresas de los libros.


Claro que como mi exploración era más bien espontánea, sin un guía a cargo, en el camino me fui llenando con toda clase de textos, a la suerte de la olla.


Recuerdo que “El Principito” debe haber sido uno de los primeros libros que leí completo y por mi cuenta y riesgo. Creo que no entendí nada durante mucho tiempo, pero el tono general me gustaba. Es curioso, pero me sigue sucediendo lo mismo con mucho del material que leo.

En mi casa había abundante material de lectura. La mayor parte eran textos de historia y geografía (mis padres eran profesores de esas especialidades), así como muchos mapas. Buena parte de la biblioteca familiar era sobre marxismo puro y duro. Así, la historia la aprendí con el colador del Materialismo Dialéctico, una especie de catecismo comunista. Inolvidables son las colecciones de las Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú.

En cuanto al marxismo criollo, como a los ocho años ya había digerido el famoso volumen “Para leer al Pato Donald”, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Este texto contiene análisis y denuncia de la perfidia imperialista inmanente en las historietas de Walt Disney. Una gran enseñanza (lo digo en serio). Maldito pato, especie de Gran Brujo Blanco emplumado.

Para contrarrestar cualquier mala onda con la cultura norteamericana, tenía el mejor antídoto en los estantes de mi casa: las obras completas de Mark Twain. Y eso si que era un lujazo intelectual que me daba. Aparte de Tom Sawyer y sus aventuras, hay otras obras del gringo que me atraparon y que aún no me sueltan. “Pasando Fatigas”, sus memorias juveniles, con fundación de la Iglesia Mormona y Fiebre del Oro incluidas, las leí hasta desarmar el libro. “La vida en el Missisipi”, quizás uno de los libros más poderosos que he leído en mi vida.

En medio de todos estos huracanes de tinta, pasaba toda clase de literatura. El sanguinario “Taras Bulba”, de Gogol, el desabrido “Corazón”, de Edmundo de Amicis (muy recomendado por mi mamá, nunca entendí por qué…), los ineludibles Papeluchos, revistas Mampato prestadas, en fin, lo que cayese en mis manos. Julio Verne, Blest Gana o Adiós al Séptimo de Línea eran ingredientes habituales del banquete de mis ojos. Claro que se colaron unas cuantas cosas más complicadas aún. Recuerdo, por ejemplo, la conmoción que me produjo haber leído como a los once años de edad el incandescente “Filosofía en el tocador”, del divino Marqués de Sade. La inflamable mezcla de orgías sexuales y discursos libertarios hizo un surco en mi cerebro.

Claro que también me di espacio para lo que se puede llamar “religiones comparadas”. Si bien mis padres no eran (en esos tiempos), religiosos, igual andaba una Biblia dando vueltas por ahí, la que no se salvó de mi examen. No sé de donde, me conseguí luego el Corán, más tarde un Bhagavad Gita (o más bien un resumen de él), y luego el I Ching y el Tao Te King. No todo iba a ser comunismo ateo, digo yo.

En resumen, tengo la sospecha de que mis lecturas infantiles revolvieron el naipe de mi intelecto. La escuela era un sitio bastante aburrido si lo comparaba con los universos que surgían de entre las tapas de los libros. Y así me fue. En fin.

Más adelante, la adolescencia tendría lo suyo, pero eso es otra historia.



Pablo Padilla Rubio

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