miércoles, 19 de noviembre de 2014

Lectura adolescente, segunda parte y final

Publicado en otra web el 31 de enero de 2011.

Los límites exactos de la adolescencia se van corriendo según la especie evoluciona. Actualmente a los 30 años aún es aceptable tener conductas más o menos púberes. En fin. Yo creo que el fin de mi adolescencia lo marcó la lectura de un libro, y la lectura de una época de mi vida. Veamos
El libro fue el inefable “En el camino” de Jack Kerouac. Claro que el volumen no vino solo. Recuerdo que yo ya estaba metido en mi segundo intento fallido en la universidad. Valparaíso, Playa Ancha, Carrera de Castellano. Claro que la política callejera, o la calle de politiqueo peligroso se comía mi tiempo. Militante a tiempo completo, las aulas quedaban en último lugar de mis prioridades.

Mientras tanto, igual no dejaba de leer. Por supuesto, nada de lo que el programa académico indicaba. Mi gran hermano Osvaldo (alias “Petiforro”), se las arregló para hacerme llegar, de una, tres libros. Uno era el mencionado “En el camino”. Los otros eran una antología de poesía Beat, con nombres como Leroy Jones, Lawrence Ferlinghetti o Gregory Corso. Y el tercero, “América”, de Allen Ginsberg. Un auténtico bombardeo sicodélico, que me hizo mella.

“En el camino” debe ser uno de los libros más impactantes que me han pasado frente a los ojos. El efecto de esa prosa hipnótica y el alocado ritmo de los verbos tomaban control de mi mente desde el momento en que abría sus páginas. Es lo más parecido a una droga que he leído nunca. Y es que de verdad, el espíritu se me alborotaba sin remedio cada vez que repasaba ese río de palabras. A esas alturas de mi incultura, ni sabía las circunstancias de su escritura: el famoso borrador escrito como un eterno rollo de papel. La idea de Kerouac al escribir de esa manera era poder redactar sin tener que detenerse a cambiar las hojas d esu máquina de escribir. De esa manera, su fervor, su furia y su alucinación vital se transmitían íntegros al texto. Y yo entraba, indefenso, en esa comunión de locura sagrada.

Después de eso, de alguna manera mi vida se ordenó (o más bien desordenó), de acuerdo a la alocada rítmica de Kerouac y los suyos, (Neal Cassady, William Burroughs, Lucien Carr, entre otros) como si quisiera haber seguido en parte los dictados santos del gurú de Norteamérica. La vida era demasiado rica, y demasiado tóxica a la vez, como para dejar algo para el mañana, con sus incertezas. Ellos venían de una guerra, y se sabían golpeados. Nosotros, en un puto rincón del universo, estábamos en una “guerra de baja intensidad”, y teníamos la noción de que había un gran desangre que no pensaba terminar.

La adolescencia se nos agotaba no sólo por la adquisición de una especie de sabiduría. Eran los golpes los que nos templaban y nos decían que había que crecer aceleradamente. Hablo de hambre, fragilidad y exposición. Hablo de amor vivido hasta las últimas consecuencias. Hablo de cárceles y funerales. Hablo de traiciones y jugarretas de la historia. Hablo de ver el tablero desde el lado de los peones descartados o comidos. Jack Kerouac, Allen Ginsberg y todos los demás, hicieron poesía con sus propias derrotas y visiones. Es, de alguna manera, la misión que quise tomar. Por supuesto que no estoy ni cerca de hacerlo, pero como lector siento que el mensaje si cayó en buena tierra. Incluso nos dimos el gusto de leer sus textos en unos cuantos actos en la universidad, inoculando su desenfreno en las aulas, y en las mentes de mis compañeros. Textos como “América” o el provocador y obsceno “Por favor, maestro”, machacaron los cerebros de la audiencia. Sé de unos cuantos que cayeron ante ese encanto. La consecuencia inmediata fue que hubo un robo descarado de los libros de Kerouac desde la biblioteca. En fin, ya lo dicen los bibliotecarios: “un libro perdido es un lector ganado”…


Hay libros que no soporto re leer, es cierto, pero los de Kerouac aún remueven las brazas de un antiguo fuego, y me dan ganas de lanzarme a los caminos, montado en un Studebaker del 48.

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