(Publicado hace años en la
revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
Es
la mañana de un día de trabajo. Con dos pegas y media para cumplir, mi rutina
se debate entre la burocracia, la empresa privada y la literatura. Matizada
por los placeres del viajar en esta ciudad y su exquisito colapso urbano.
Todo
bien y todo mal y todo bien de nuevo. La obligación de viajar de un lado a otro
me expone a la galería completa de personajes que habitamos esta tierra de
promesa y perdición. Oficinistas, colegialas y ancianos desvalidos se pelean un
espacio bajo la luz. Niños
que se ofrecen en sacrificio diario a un futuro con estrellas luminosas y otras
muy oscuras. Policías que inmutablemente hacen su propia labor, ya sea dirigir
el tránsito o apalear a sus conciudadanos con rigor. Vendedores que trafican
desde chicles con sabor a viagra hasta los que ofrecen su propio discurso,
trasnochado y febril.
Son
los mismos seres que desde hace tiempo se infiltran en las páginas de estas
crónicas que escribo de manera incurable. Somos los mimos seres, debiera
corregir.
Si.
Algunos de ellos tuvieron el dudoso honor de ser parte de un libro que publiqué
hace un tiempo. En él, los espacios vacíos fueron invadidos por fotos que unos
cuantos cómplices-amigos facilitaron. Allí la galería de figuras de mis textos
alcanzó otro nivel de la realidad: desde su vida propia a las palabras, y luego
a la fotografía. Hay
un blog también donde algunos de ellos se mantienen fijos en sus gestos de
grandeza ciudadana, enmarcados en los mínimos comentarios que escribo.
Pues
bien: una de estas mañanas, mientras iba escalera arriba saliendo del metro,
apurado como siempre, me topé con uno de esos seres. Un anciano de pelo corto y
blanco, que en el libro aparece dando migas a las palomas, ahora estaba allí,
pidiéndome una moneda para seguir vivo. Quién sabe si esa misma plata iba a dar
otra vez a las palomas. La cadena alimenticia de los bichos partía por mi
bolsillo, pasaba por la panadería donde compraba el viejo algún pan duro, y
terminaba en el caótico picoteo de la gris bandada. Verlo fuera del contexto de
las páginas me sorprendió, como si los planos de la existencia se desdoblaran.
Mientras caminaba dejándolo atrás, entendía por fin que hay vida después de los
libros. Era más curioso aún, considerando que en ese instante me dirigía hacia
la Biblioteca de Santiago. Allí un ejemplar de mi libro recibe las ocasionales
miradas de los lectores. Es como si el viejo anunciara su presencia libresca de
unas cuadras más allá, estirando hacia mí, el autor, su mano temblorosa.
Bien,
una vez pasa por casualidad, pero al otro día, misma hora, misma estación y
misma salida, apareció otra persona que también está en el blog y el libro. Esta
vez era otro anciano de la calle, que se distingue por usar todo el año un
gorro de Viejo Pascuero. Este estaba postrado, apenas escapando de la helada,
sin pedir monedas ni nada. Simplemente allí, tirado en el pasadizo subterráneo,
viéndonos pasar, con toda la indiferencia del desesperado. Viéndome a mí en
persona, devolviendo el asombro de mi mirada con unos ojos de frío que
anticipaban la muerte.
A
estas alturas, preferí no sacar ninguna conclusión, por lo menos por un rato.
Pero un par de horas más tarde, y luego otra vez y otra vez, me he sorprendido
ojeando el libro o navegando por el blog. Trato de adivinar cuál de estos
personajes se escapará de su página o de su pantalla para cruzarse en mi
camino. Pero es tarde, y tengo que apagar el computador, tengo que cerrar el
libro.