martes, 18 de noviembre de 2014

Lectura adolescente, primera parte

Publicado en otra web el 24 de enero de 2011.


¿Volveremos a leer alguna vez con el fervor con que lo hacíamos en plena adolescencia? Lo dudo.

No sólo lo dudo: estoy seguro que las lecturas entusiastas de la juventud se fueron para no volver. Y es que es difícil volver a sentir que desde las páginas de un libro brotaba electricidad, brillo y estremecimientos como aquellos.

Claro, uno después se pone reflexivo, intelectual o directamente petulante para enfrenar un texto. Pero en los años mozos, uno se entrega sin defensas a la letra impresa, sin medir tiempo ni consecuencias.

Para mí, ese período está señalado claramente por dos títulos. Uno al inicio, otro al final de dicha época.

El inicio es una noche de verano en mi pieza. Me llevé, como a la pasada, un pequeño libro que desde hace días se me insinuaba desde una repisa. Se trataba de “Demian”, de Herman Hesse. Y si bien siempre he sido más bien noctámbulo para mis costumbres, con Demian di un paso más allá. Fue el primer libro que agarré y que no pude dejar de leer hasta terminarlo, así de simple. Fue un amor fervoroso y apasionado, fue una noche interminable que, de hecho creo que aún no acaba.

Debo haberlo empezado como a las once de la noche, con una tenue luz de lámpara de 60 wats. Conforme avanzaba entre los verbos, el fuego de la lectura me agitaba y me movía. Supongo que al inicio debo haber estado medio sentado apoyado en el respaldo de mi cama. No sé. Lo que sí tengo claro es que cuando lo terminé, cerca de las cinco de la mañana, yo estaba en el suelo. Literalmente en el suelo: sentado sobre las tablas del piso, afirmándome en un costado de la cama. Cerré el texto, levanté la vista y miré los muros del lugar. Allí estaban los afiches de Pink Floyd, los poemas de Rodrigo Lira y un casco de minero, entre otras cosas. Desde el desvencijado closet se escapaban mis ropas. Por las ventanas la Luna me mandaba su luz prestada. Era el mismo panorama de siempre, pero a la vez ya no era el mismo. Todo había cambiado, mutado hasta hacer irreconocible cada detalle, cada sombra y cada átomo.

Y claro: yo tampoco era el mismo.

Ahora sabía algunas cosas más. Yo seguía siendo el mismo niño ateo de antes, pero quería creer que había por ahí una secta que adoraba a un dios abarcador y vivo, y yo quería ser parte de esa secta.

Sabía también que un libro, un simple libro ni siquiera demasiado largo, podía golpear como un latigazo. Mi mente se abrió a otra clase de influencias. Educado en la dialéctica marxista, gracias a Demian comenzaba a entender que, si bien las verdades del comunismo científico ayudaban (¿ayudaban?) a cambiar el mundo, ese mismo mundo contenía otras realidades, que había que conocer y respetar. Quizás en esos tempranos años, gracias a Demian se comenzaba a gestar en mi el paso al costado que daría décadas después. Y es curioso, ya que en esas mismas épocas me iniciaba en militancias, riesgos y rebeliones. Es como si el mismo Abraxas, dios bipolar, facilitara en mi vida un espacio para la luz y para la sombra, abriendo una puerta que conducía a dos caminos.


Y así fue. Durante los años que siguieron, milité con entusiasmo, pero siempre con la claridad de que, junto a las verdades de la rebeldía, convivían otro tipo de certezas, mucho menos beligerantes, pero no por eso menos necesarias. Por lo menos para mí.


Debo haber releído unas cuantas veces Demian. Y lo presté también unas cuantas veces, perdiéndolo en cada ocasión. Afortunadamente, incluso hoy el libro es relativamente fácil de encontrar, así que aún no he logrado echarlo de menos. Claro que, con el tiempo, dejé de re visitarlo, para entregarme a otros asombros. Asombres menores, eso sí, al impacto de aquella tibia noche en la cual Herman Hesse me noqueó.


Al principio de este texto dije que eran dos textos los que marcaron mi adolescencia. Lo dicho: Demian abrió los fuegos. ¿Cuál es el otro? De ese, hablaré en otra ocasión.



Pablo Padilla Rubio

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