sábado, 30 de agosto de 2014

Culto pagano



Figuras de arena
encontradas en algún atardecer
junto al mar que llaman Océano
y Pacífico.

Recogen despojos de lo que suele haber
en las orillas.
plumajes en desuso,
cordeles que ya no atan nada,
conchitas resquebrajadas.

De fondo,
fortalezas a medio derruir
-el oleaje es suave pero implacable-
y huiros moribundos.

Pequeños dioses paganos,
les pedimos con el alma
que este día no se nos diluya,
que la marea no nos borre,
que el viento nos de fuerzas para navegar
uno o dos días más.


Apenas eso.

viernes, 29 de agosto de 2014

Pequeños detalles




Habitualmente caminamos la mañana de Santiago buena parte del año. Entre el apuro de los conciudadanos habituales, tratamos de mantener la serenidad de la marcha. Sin prisa, pero sin pausa, avanzamos reconociendo pequeños detalles en la ciudad.


Y claro: lo acostumbrado esconde repeticiones y rutinas, pero el cambio de un año al otro también muestra el lento pero persistente cambio de piel de la urbe.

Para hacer equilibrio entre lo repetido del trayecto y la novedad de cada jornada, tratamos de ir variando levemente la ruta. En el cuadriculado urbano, es fácil descubrir los múltiples caminos que llevan a Roma. Sólo es cosa de doblar una esquina más allá, cruzar del Sur al Norte por un semáforo distinto, o a veces apenas basta avanzar por la vereda contraria.

Los pequeños detalles saltan entonces a la vista, si uno los quiere descubrir. 

En cierta esquina, una casona de dos pisos, ha resistido el avance de las demoliciones con su dignidad de palacete de segunda. Toda la planta baja mostraba desde hace años las inevitables capas de graffittis. Pero entre la maraña de signos, destacaban unos dibujos de alta calidad. Se trataba de unas ilustraciones que mostraban a un par de niños jugando a las escondidas. La obra estaba hecha justo en un pilar del edificio. Entonces, aprovechando la estructura, por un lado de la misma estaba la imagen de un niño contando hasta cien antes de salir a buscar. Por el otro lado de la columna, la figura de una niña a medio esconder completaba la picardía y el encanto de la composición. Bonito e ingenioso.

Pues bien. Hace unos días descubrimos que los diseños habían desaparecido. En un feroz contraataque gráfico de los dueños de la mansión, una rotunda capa de pintura blanca cubrió todos los colores. En cualquier caso, creo que es entendible el gesto restaurador de los propietarios.  Cada uno hace lo que quiere (y lo que puede), con sus propios muros. Además, supongo que ser frágil y efímero está entre las reglas del juego del arte callejero. El graffitti es una disciplina que desafía el aura de solemnidad de la academia, y ser borrado es parte de su esencia.  Tarde o temprano, nuevos bosquejos reemplazarán a los que han sido borrados. Son las leyes de esta selva.


Igual se agradecen los buenos momentos de contemplación que los dos niños imaginarios nos dieron durante cerca de un año.  Como buen arte, supieron conmover y llamar la mirada. Es tiempo de otros trazos, otras formas.

jueves, 28 de agosto de 2014

La lluvia

La esquizofrenia nos ha vuelto
cuerdos repentinamente

Ni mires a la cámara
que la cámara te mira a ti
pero haz como que ríes
-con esos labios sospechosos-

La lluvia esta
que no cae

nos matará de sed

martes, 26 de agosto de 2014

Picaflor



Allí lo tengo
perdido en una foto anodina
que muestra un mar nublado
y toallas a medio secar


Señoras y  señores:
les presento al picaflor.

Apenas definido en unos
tristes pixeles
descansó apurado en su rama
para que el hablante lírico
registrara su paso por este minuto.


No hubo tiempo para tomar
una foto mejor, con más definición
y una luz
apropiada.


El picaflor había venido varias veces
antes de ésta.

Y después de dejarse retratar
no regresó por este patio.

Pero ahí está:
imagen difusa
que se deshace un poco más
cada vez que el hablante lírico abre la foto
y la guarda.

Por que nada es demasiado eterno, ni picaflores
ni fotógrafos de ocasión

ni los pixeles que retratan el pasar.

Es septiembre otra vez (recuerdos desfasados)



Es septiembre otra vez, y la primavera chilena entra a raudales en la capital de Chile. Encerrada entre montañas, la ventolera de la estación se agradece, porque se lleva en algo la bruma persistente del esmog.

Y es que septiembre en estas tierras tiene esa virtud de traer el cambio de estaciones, y no estamos hablando solo de climas y nubarrones. No debe ser casualidad que en este mes se concentren fechas históricas que incluyen masacres varias, independencia nacional, golpes de estado y la muerte de Pablo Neruda. Todo apretado en un mes voraz y duro, donde el invierno se resiste a dejarnos y nos ofrece sus últimas garúas y neblinas. Y la patria se celebra y se emborracha con tenacidad.

Y claro: entre tanta celebración y remolienda, las efemérides se las va llevando el viento y a uno se le olvida ir escribiendo algo para cada una de ellas. Quizás la más sonada mundialmente sea la del 11 de este mes. Ya se sabe: Salvador Allende inmolado en la Moneda y Pinochet haciendo su estreno en la farándula de lo siniestro con sus lentes oscuros y su voz nasal anunciando El Nuevo Orden.

Si me centro en mis propios recuerdos de esa fecha, la verdad no es tanto el once mismo lo que recuerdo como los días que siguieron. Yo tenía ocho años y ya comprendía algo del desastre que caía. Por eso quizás mi entendimiento de niño se abrió y captó perfectamente las señales de la historia ante mis ojos. Septiembre de mil novecientos setenta y tres es para mí los días posteriores. El sobrevuelo día y noche de los helicópteros. El toque de queda a las tres, a las cinco o a las seis de la tarde. La fábrica a cinco calles de mi casa donde los obreros resistieron tres o cuatro días, hasta que el ejército entró con artillería. Los vecinos que celebraron con jarana el derrocamiento, mientras en mi casa se quemaban credenciales del partido, afiches comprometedores y se enterraban libros y discos.

Para mi, septiembre del setenta y tres es mucho más que el once. La vecina enfermera, que volvió a casa una semana después desde el hospital donde trabajaba. Su delantal bañado en sangre más que seca, abrazando a su marido en medio de la calle, donde su llegada suspendió el juego de nosotros, los niños de antaño.

Septiembre del setenta y tres es mucho más que un mes. Mi padre, (sereno en esos tiempos), le explicó a algunos vecinos pinochetistas lo que se vendría. Medio año después, cuando ya muchos de ellos habían sido despedidos de sus trabajos, los brindis por la caída de Allende se habían extinguido en la noche de otro año, muchos años. Más de uno de esos vecinos, dignamente, fue a decirle a mi padre que tenía toda la razón, y casi le pidieron disculpas por haber celebrado junto a nuestra devastación, allí, al otro lado del muro, en patios contiguos.


Pero septiembre sigue siendo mucho más que una o dos fechas. Septiembre nos pasa la máquina como si nada. Este septiembre de ahora, con sobrevuelos de modernas aeronaves para la Parada Militar, con charreteras y perros adiestrados, no es mejor ni peor que otros septiembres. Nos despeinará y nos enfriará la piel. Nos ofrecerá su retorcida primavera. Arrastrará papeles y basuras varias por alamedas que nunca han sido abiertas del todo. Quién sabe si ahora, en esta noche de septiembre, otros niños tejen sin saber sus propios recuerdos de cambio de estación. Que así sea no más: que el tiempo cambie, y nos haga mutar a nosotros, en caída libre hacia el futuro.