jueves, 31 de julio de 2014

El tren se llena de mujeres ebrias

El tren se llena de mujeres ebrias

El tren se llena con sus carcajadas estruendosas

Es viernes y seguramente salieron desde sus trabajos
hacia un bar de happy hour,
alguna schopería de pasada
barata y llena de humo de cigarro.


Por eso ahora en este
el último convoy,
todo se estremece con sus risas.



No es tarde ni es temprano.

Sólo es hora de salirse
con la de cada uno,
borracheras sonrojadas,
bajarse en cualquier estación,
llegar hasta el final,
perderse entre los túneles
y las más anchas alamedas. 


El tren se vacía

de mujeres embriagadas.

El conserje de la muerte


El conserje de la muerte deja entrar a todo el mundo sin la mínima intención de anotarlos en su libreta.

Una mujer sale a bailar

Una mujer sale a bailar para juntar monedas en medio de la feria con todo su sol.

Su envejecida radio a pilas marca el tiempo de su baile mientras ella se mueve la gente no deja de reír.


Pero a ella no le importa y sigue con los pies el son de Xanadú.

El amigo me cuenta

El amigo me cuenta lo siguiente:
me habla de su abuelo
que trazó a punta de dinamita
las calles
de este pueblo en el que caminamos.

Lo hizo así porque el lugar
está asentado sobre rocas
tercas y firmes.

Lo cuenta así
a la pasada.

“Dinamita”, dice, y sus
palabras pasan en directo
al verso, sin metáfora,
sin pulir.

Apenas como una seca detonación
que le da formas

a un montón de piedras.

La hormiga

La hormiga hace la fila silenciosamente
entre el portal de la madriguera
y el caracol muerto

de ida y de regreso
sea día o sea noche
en la tarde y en la madrugada


Aparece un niño
que juega con la
manguera del jardín

inunda con un solo golpe de agua
todos los caminos
los túneles y sus
sagrados escondites

se aburre de su juego
y se aleja hacia
su habitación


La hormiga tiene miedo

la hormiga huye
hacia la sombra de la buganvilia

la hormiga es tragada
por arroyos
que atraviesan su horizonte
de un lado al otro



La hormiga muere


Una y otra vez la hormiga muere



La hormiga abre los ojos

se levanta

otea los alrededores
con sus antenas
y regresa a la hilera


La hormiga viene y va
entre el túnel
y unos Frugelés
olvidados en el pasto
bajo la protección de
unas calas que
no se deciden a abrir


La hormiga ya no tiene miedo

el niño creció
y abandonó sus jugarretas



La hormiga ya no tiene miedo
aunque de estación en estación
otro niño crece
correteando entre las ligustrinas


¿Y entonces cómo defenderse de la muerte?

¿Y entonces cómo defenderse de la muerte?
¿Viviendo cada uno del aroma de su otro?
¿Nadando entre cristales que nos miran?
¿Volar de rama en rama como besos de angelito?
¿Saltar hasta la ventolera?
¿Guardarse en el silencio éste

que viene y nos despierta?

miércoles, 30 de julio de 2014

Esto era esperable (en memoria de Eduardo Vergara Toledo)



Esto era esperable: que escribiera alguna vez acerca de ti. Que escribiera, digo, un texto que no fuera un poema suelto por ahí, un homenaje versado que despidiera algún marzo que ya olvidamos, que tratamos de olvidar.
No me pienso quedar con las imágenes que de ti hay en muros, afiches y panfletos. No. Me quedo con algo más usual, también un poco obligatorio: la última vez que te vi. Enero de 1985, Persa Estación Central. Nos saludamos brevemente, apretón de manos, un par de preguntas cordiales y cada uno a lo suyo. Yo recorría los pasillos preparando mi ida a Valparaíso, a la caza de alguna mochila barata. Por lo mismo, cuando te vi pensé que también preparabas algún viaje, buscando un bolso para tu travesía. Tres meses después, estabas muerto.
Tres meses después. La Parvu me llamó a la casa (nunca me llamaba), y me preguntó “¿Es él, cierto?”. Y yo, que a hasta ese momento nunca había sabido tu segundo apellido, ahora si que lo sabía. Y sabía que ese muerto de las noticias, ese muerto perdido y olvidado entre otros muertos, eras tú.
Es difícil hacerle el quite a tu estatus de héroe popular, de ícono de una época y toda esa carga que ponen sobre ti. Yo recuerdo un joven y flaco Pelao Vergara , que en la cercanía era más bien tímido, pero que puesto sobre la mesa del casino en medio de una asamblea del Glorioso Pedagógico se transformaba en líder natural de una insurrección a medio hacer. Y ahí ya estoy otra vez en lo del héroe, ¿ves?
Eras bien flaco. Siendo yo también muy delgado, tu delgadez tenía algo distintivo, algo que recién logré codificar hace poco, revisando una fotografía tuya que alguien publicó en el Facebook. En ella estás sobre una tarima en pleno patio del Peda. Tras tuyo algunos lienzos con consignas. Tú te diriges a las masas. Masas que no salen en la fotografía. En realidad, en la foto sales solo. Sólo en medio de la rebelión a medio hacer que conducías. Solo y flaco. Y muy serio. Hablándole a nadie. Tu delgadez asoma en esa foto como un gesto de ascetismo, de renuncia, de abandono y entrega. Pero una entrega sin dramatismo. Apenas un deber que te echaste al hombro sin quejas. Le hablabas a un patio vacío donde se supone que se incubaba una rebelión que se perdió entre las calles. Si: en esa foto podrías ser también el héroe que se supone eres. Pero estás solo. Y supongo que, para variar, la voz no te temblaba.
Discutimos varias veces de política, o de lo que nosotros entendíamos por “política”. Estábamos en sectores distintos de la misma trinchera. Que Guerra Popular, que Rebelión, que Insurrección, sutilezas y matices de una misma derrota. No sabíamos (no queríamos saber), que para que este asunto tuviera una épica definitiva, había que tener una muerte a mano. Y para el caso, bien sirvió tu muerte. Otra vez el héroe. El héroe que, supongo, no querías ser. Que no debiste.
Hoy, querido Pelao, a la edad en que te mataron, podrías ser hijo de cualquiera de nosotros. Tus fotos calzarían con las fotos de algún álbum familiar, recuerdos de un pasado borroso que nos podría alegrar al verlo de vez en cuando. Eras un niño con deberes de viejo, como todos lo fuimos en su momento ahí en el Peda. Pero sobrevivimos. Sobrevivimos a esas discusiones bizantinas acerca de vías, procedimientos, alianzas y retrocesos. Sobrevivimos a la rutina criminal y al cerco de la historia. Sobrevivimos al gris verde de esos días. Pero tú no sobreviviste. A ti te alcanzaron.
Tres meses antes de tu muerte yo preparaba mi gran viaje. Y creía que tú estabas en lo mismo. Tres meses después, cargué sobre mis hombros tu ataúd durante un rato, en ese largo peregrinar que fue tu funeral. Eras un muerto liviano. Me asombró la ligereza del cajón. Flaco que eras. Yo creía que los héroes pesaban más. Pero no. Tal vez el peso se aliviaba porque éramos muchos los que te cargamos hasta el nicho donde quedaste. Yo me metí en un sepulcro vacío para escuchar, llorando, los discursos dichos en tu honor. Tu hermano Pablo (igual a ti, lo mismo que tu hermana Ana Luisa), habló sobre ser fuertes y ser inteligentes. Que no peleáramos con los pacos a la salida de la sepultación. Le hicimos caso, por lo menos esa vez. Nos fuimos en paz cada uno a su lugar. Héroes, mártires, apenas nuestros queridos difuntos. Un niño solo en una foto. Un niño paseando por el Persa Estación. Una discusión que nadie ganó.