La casa es un tema
difícil de abordar para alguien que ha vivido en más de veinte lugares
diferentes en poco menos de 50 años. Es serio. Serio el número de casas. Y muy
seria la dificultad. Con la cantidad de imágenes que vienen a la mente de sólo
ilustrar un tópico simple como “baño”, “cocina” o “comedor”, todo es cuesta
arriba.
Y es que la cifra y su
extensión se incluyen todo tipo de recintos, que van desde lo casi sagrado
hasta lugares de dudosa habitabilidad. Si se pudieran reunir en un mismo sitio
todos los lugares en que me ha tocado vivir, se armaría un barrio fantasmal e
inquietante. Una pequeña ciudad invisible donde recorrer de puerta en puerta,
pidiendo en cada una de ellas un despojo, alguna foto perdida que ayude a
construir La Casa que el texto reclama.
Quizás por eso mismo es
que en mis sueños no hay una sola casa cuyos muros puedan ser atravesados, o en
cuyos comedores se sienten a cenar mis queridas apariciones. Mi mujer sueña el
mismo lugar: “la casa de la infancia”. Yo no puedo acceder a ese territorio. Si
sueño, los muros, los cielorrasos, los jardines son siempre diferentes. A veces
se repiten algunos sitios conocidos, pero otras veces es una mezcla de casas
que, casi aleatoriamente, acogen mis plácidas pesadillas.
Lo del barrio
imaginario es mucho decir. Tal vez debiera conformarme con armar un mecano
mental de hogares con piezas de cada uno, y construir así un refugio desde
donde describir el intento de una casa que resista al tiempo y sus letras.
En esa casa, el baño
debiera tener baldosas desgastadas, un damero blanco y negro, suelo donde
imaginar una pequeña ciudad de calles rectas. Soy el niño que juega en ese
suelo durante largas horas, con cajas de fósforos que son vehículos en eterno
combate urbano, mientras afuera del baño nadie apura, porque el niño está solo.
El bidet es infaltable, aunque nadie lo use. Forma parte de las batallas
imaginadas y vividas, un palacio de invierno que hordas de fósforos insurrectos
intentan tomar cada tarde. El califont, con el piloto encendido todo el día, es
un robot silente que vigila con su ojo de fuego azul.
El comedor tiene una
mesa enorme, que ocupa casi todo el espacio disponible. Esta casa es lo que
llaman “vivienda social”: la superficie ofrecida es mezquina. Bajo la mesa, hay
otro territorio donde esconderse a jugar, a leer, a hacer misteriosas
anotaciones en los ángulos del mueble donde no llega la vista de los mayores.
Uno que otro chicle completa la decoración de esta cueva prehistórica de madera
pagada en incómodas letras mensuales. Sobre ella, mi madre corrige eternas
rumas de pruebas, mientras fuma uno tras otro los cigarrillos Hilton que
terminaron por matarla décadas después.
Dije “comedor” pero
debiera haber dicho “living comedor”, que es el modismo arquitectónico, el
eufemismo tramposo con que se presenta ante el mundo la economía de los
espacios reducidos. Y está bien que sea así: la separación entre un espacio
para comer y otro para departir, en esta casa es apenas una frontera
convencional e invisible. Prefiero así las cosas. He vivido en casas donde cada
uno de ellos era un recinto distinto, pero esa disociación no dejó huellas en
mi mente. Sigo prefiriendo que, por lo menos en esta casa que estoy armando,
contertulios y comensales convivan en paz, con la bulla televisiva de fondo,
mientras el niño que fui trata de hacer las tareas. Trata pero no puede
terminarlas: lo distraen las noticias que no dejan de caer desde un satélite
hasta la pantalla, también pagada en cuotas, como todo en esta casa.
Si bien preferí el
estrecho living comedor, en cuanto a la cocina elijo la más grande de las que
conocí. En realidad era un comedor de diario con cocina, más despensa, más el
espacio para que un perro gigante y peludo nos cortara el paso hacia el patio.
Con dos entradas, esta cocina era lugar de tránsito, de conversa, de pelea, de
llanto y confidencia. Cuando esa casa se incendió, fue lo primero en ser
despejado y reconstruido, a imagen y semejanza de la anterior. Y mejorada
incluso, ya que se le agregó un tragaluz que instaló sol donde antes sólo había
tubos fluorescentes.
Para jardines, me
declaro incompetente. Un jardín, sea grande o pequeño, es otro territorio, un
anexo de la casa, a veces casi un estorbo. La casa es sus murallas y lo que
sucede adentro. Apenas eso. Y un techo firme donde trepar a ver el mundo,
correteando gatos indignados en la noche, mientras afuera las patrullas
militares rastrillan el orden en el barrio. Arriba, cometas impronunciables
pasan de largo, siguiendo al ovni de turno.
Lo dicho: no hay en mi
mente una imagen de casa emblemática. Quizás por eso, cuando tuve que comprarme
una, elegí un departamento. Y un departamento es una casa, qué duda cabe, pero también
es otra historia. Un solo detalle: la vendedora que nos convenció (a mí y a mi
familia), antes de mostrarnos el departamento, nos hizo subir a la terraza del
edificio. Desde el piso 22, el panorama de Santiago, sus techumbres, plazas y
avenidas, era la vista de nuestra nueva casa. Los baños en suite, los walking
closet y la cocina semi amoblada, ya se sabe, eran lo de menos.
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