Un
auto abandonado no es sólo un auto abandonado. Al menos eso creo desde hace un
tiempo. Tras las máquinas dejadas a su suerte en las calles del barrio, se
asoma alguna extraña ley que regula la muerte y el simple ( si es que es simple),
acto de dejarlo botado en la calle.
Inicialmente, mi sorpresa no es por un auto en si.
Opera más bien por agregación y sumatoria. Uno solo de ellos puede ser casi
invisible, poco notorio, parte del mobiliario urbano que nadie termina de
percibir. Pero poco a poco uno va notando que al auto habitual de la propia
avenida, se suma el de media cuadra más allá, más ese otro que se oxida en un
pasaje, o esos dos que parecen acompañarse mutuamente en su lento desguace.
¿Qué
pasa aquí que vienen estos móviles a oxidarse sin vuelta atrás? Tratando de
resolver el asunto, he ido coleccionado algunas fotos de los vehículos, que
para eso si que son útiles los teléfonos celulares. No se trata de salir a
cazarlos. Para nada. Pero si está la ocasión de armar un catálogo de esa
degradación paulatina, prefiero aprovecharla mientras voy hacia otra parte.
Supongo que el auto tiene una carga simbólica en el
consumidor medio. Una cruza de aparato práctico que da movilidad, junto a ser
una señal evidente de ascenso social. Eso es un auto. Entonces, abandonarlo sin
más en el pavimento, sujeto al orín y el desarme paulatino, no puede ser un
acto gratuito. Acaso sus dueños han pasado al siguiente nivel de la escalada,
donde el antiguo dispositivo con ruedas ya no tiene cabida. Quizás la
obsolescencia los alcanzó sin remedio, y no sólo en términos prácticos: se echó
a perder, sin que como signo de estatus: este modelo, con tantos años a cuestas,
ha dejado de ser sexy. Por eso, lo abandonan. Exactamente como se hace con los
perros que dejan de ser mascotas para convertirse en un estorbo lleno de
achaques y pulgas.
El auto abandonado ya no tiene
su calidad móvil y se transforma en una especie de mueble extemporáneo
empotrado en una zona que debiera ser de tránsito. Pierde casi todo su valor de
uso, salvo un par. Por un aparte, proveedor incierto de repuestos menores que
le van arrancando: focos, espejos, tapas de rueda, panel de instrumentos. Por
otro lado, sirven de eventual refugio para vagabundos y personajes de la calle.
Así, en su función de cama y closet de los desamparados, el auto se convierte,
propiamente, en parte del mobiliario urbano.
Mientras reviso las fotografías, me pregunto qué fin
les espera a cada uno de estos móviles dejados por ahí. En mi registro hay nueve
o diez. Me detengo en uno de ellos. Se trata de un Renault 12 Break de 1989. Duró
unos cuantos meses en un pasaje del sector. Pareciera que en él dormía un
cuidador de autos habitual, que atiende a la clientela de Las Delicias de
Quirihue. Hace unas semanas, en medio de la noche, el auto ardió en llamas,
despertándonos en medio de la noche con el escándalo de sirenas y humaredas.
Con desesperanza, supusimos que el cuidador estaba
dentro cuando el auto se quemó. Afortunadamente, parece que no era así. Por lo
menos, aún lo vemos por el territorio, ofreciendo sus servicios a los choferes,
mientras habla solo, inspirado por algún alcohol de tetrabrik. El auto no sólo
se incendió (¿o lo incendiaron?). Simplemente desapareció. Seguramente, la
diligencia del aseo municipal hizo que se lo llevaran apenas los bomberos
extinguieron las llamas.
Donde el auto estuvo, sobrevivió apenas por unos
días una mínima mancha negra, señal de lo que ardió. Al día de hoy, ni eso
queda. Yo sigo tomando fotos de otros autos que, con el mismo sigilo, aparecen
y desaparecen. De los dos vehículos que estaban en pareja, ahora sólo queda
uno. Algunos que llevaban años, se esfuman de repente. Hay otros que de pronto
descubro por ahí, con la apariencia sucia y polvorienta de haber estado allí
desde hace décadas. Son sólo autos abandonados. Y yo soy un peatón que, a la
pasada, va y les toma fotos. Más tarde, escribo un texto (este mismo) sobre
todo el proceso. O casi todo. Hay ideas que dejó por ahí, a medio andar,
abandonadas entre páginas en blanco.
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