(Texto presentado en el Taller de Introducción a la Poesía, dictado por Roberto Merino en la UDP)
“Que suene todo lo que tenga que sonar”, pensé y era apenas eso,
una pequeña voz en el oído derecho. El derecho porque si. El derecho porque es
el oído que la jefatura no detecta. Acá está prohibido oírse otras cosas más
que las que el origen vertical de todo dispone con gracia y sonrisas y correos
electrónicos que ordenan el mundo, ese gracioso devenir de días uno a uno o por
docenas. Estamos esperando respuestas. Estamos esperando otra noticia, una
exclusiva que no sabe atravesarse los océanos. Un golpe. Eso es: un golpe más.
Ya dije eso y ya dejé de pensar en la pequeña voz del oído
derecho. A ratos es una especie de locutora que promueve no sé qué remedio para
no sé cuál enfermedad. Enfermedad que, en una de esas, todos cargamos, todos
tenemos. Enfermedad que a todos nos tiene agarrados. Ya se sabe: la sordera
(del oído derecho), la ceguera, el campo visual que se nos va de espaldas a
cada rato, que se cierra como un túnel grandioso para cruzar debajo de toda
esta ciudad. O se nos abre como quien sube las cortinas del negocio, los
telones de la puta noche, la antenoche. Mala noticia: se agrandó el diario, hay
mucho más para leer, para escribir: a las finales es lo mismo. Buena noticia
entonces. La vocecilla del oído izquierdo ahora es de María Callas. Está a
novecientos noventa pesos cada ópera. En todos los quioscos, mentira flagrante
porque cuando se dice “todos los quioscos” ya se sabe que no es en todos los
quioscos, sino sólo en aquellos atendidos por excelentes octogenarios que
recorren el vecindario en bicicleta luciendo poleras musculosas. Yo lo vi, lo
veo y lo veré. Le pagué con mi última luca. Me dio de vuelta los dos CDs de
María Callas y una solitaria moneda neonazi donde un angelito con cara de
Augusto sigue cortando las cadenas de su dudosa libertad. “Gracias”, nos dijimos
mutuamente.
Ese es el problema entonces. Mientras la vocecita del oído
derecho sigue con lo suyo (que es un decir, un largo y perpetuo decir), la fe
decae y el aire sigue donde mismo. Me quise sostener en esto de no corregir lo
que se dice, lo que digo al teclear y teclear, pero entre uno y otro round uno
no puede evitar mirar los golpes recibidos y el recuento de los que dieron en
el mentón del contrincante. No se crea que dicho contrincante es la vocecita en
el oído derecho. Eso no puede ser. No puede ser porque este combate desigual es
contra la sombra, como corresponde. O contra el espejo, en el peor de los
casos. Peor porque si uno apunta bien en el mentón de la imagen, el espejo se
quiebra y te cortas la mano y quizás alguna arteria y el final se acerca. La
vocecita te espera en el rincón y te aconseja no seguir en eso. No eludas:
acércate y pelea, mierda. Pelea. La distancia corta es la mejor. No amarres, no
te amarres, pero entra en su propio paraguas protector y espanta sus gallinas,
sus gatos y canarios, busca su mentón. La vocecita sí que sabe.
Después de una pequeña pausa, María Callas sigue allí.
“Sonamos”, dice la vocecita. O dice “soñamos”, podría ser lo mismo. Averigüemos
antes si la sal es incurable, si llegarán alguna vez otras señales hasta este
subterráneo, o es sólo una manera de dejar de ser tan sordos y tan ciegos. Me
cuento el dinero, que en cualquier caso es una mentira más: no era mi última
luca, pero me alegra pensar que era la última. Tiene sentido gastarse la plata
del pan en música del siglo XIX, en este quiosco a dónde vienen a dar todas las
noticias. Me alegra poner cara de víctima mientras se la entrego al quiosquero
a cambio de los discos de la Callas. A él seguramente también le alegra pensar
que se queda con mi último billete, que para él es el primero de los muchos que
en el día le lloverán. Estas compras las suelo hacer en horario AM, que es
cuando más bajo la guardia. La vocecita está recién desayunada, y me arroja
letanías de noticias que ni tienen solución: los grandes caen, los pequeños son
otro milagro, los de al medio degüellan a las novias, el río parecía seco pero
arrasó con mendigos y turistas. Yo rompo entonces el sello (aún no es el
mediodía. Quizás nunca lo será). Coloco el disco uno en la bandeja y la dulce
María (“serpiente gorda con gafas” le decían en familia), María Callas se
instala definitivamente en el oído izquierdo. La vocecita del derecho no
reclama nada en absoluto: esa frontera es suya y nunca la va a perder.
Sonido disolvente entonces. Ruido espectral y abrumador. En los
pisos superiores alguien taladra la esencia de todo el universo, la cañería del
santo grial o la gotera de nuestra señora de Guadalupe. Tiemblan las fotos de
los escritorios. Se estremecen los gatos de la suerte. Algunos dejan de agitar
su pata más propicia. Es el fin, es el fin. O casi, me digo: la vocecita en el
oído derecho no piensa silenciarse. Subo el volumen y corro hacia la impresora
láser. A sacar mis copias de este texto.
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