(Publicado hace años en la
revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
Como cada noche, salgo a la incierta luz del final de la
alameda, desde el hondo túnel del Metro, que es una verdadera vena que conduce
el río de sangre que somos las personas. Más que gente, somos parte apenas de
un tejido, un fluir de partículas, cada una metida en sus propios asuntos por
obra y gracia del sonido portátil en nuestras orejas. Aislados rigurosamente el
uno de los otros, pero íntimamente apretujados, listos para saltar a la pelea,
la fuga o la visión.
La marea humana de los más tardíos busca micros inexistentes
en un horizonte de neón que no muestra el final de los caminos. Mientras
subimos las escaleras y salimos a la calle y su aire libre, tratamos de
despegarnos del apretujamiento al que nos sometió el viaje, y poco a poco
recobramos esa leve distancia que nos libera del prójimo. Benditos centímetros
recuperados, intersticios que se llenan apenas con el leve chicharreo de la
obsesión sónica que nos mantiene en pie, muy vivos pero no muy despiertos.
Así entonces, salgo a la caza de la noche, buscando el
retorno como tantos otros.
Allí afuera, el invierno se resiste con dientes y uñas a
dejarse ir. Se aferra con sus dedos húmedos a los fierros de los letreros en
las avenidas, se hace notar tapando con sus nubes la protectora luz de las
estrellas o la incierta luna. La ciudad entera se deja cobijar por ese frío
abrazo, y es tan tarde que ya parece temprano.
Los últimos vendedores tratan de agotar a gritos los restos
de sus mercancías. Flores, CDs piratas (con muy poco rock and roll entre medio,
hay que decirlo), granos de arroz con “tú nombre” escrito, brazos de reina,
empanadas recontra fritas, diarios con noticias que murieron de viejas hace
diez minutos.
En el apuro, muchos compramos algo de lo que se nos ofrece a
la pasada. También muchos le dan una moneda y poco más que eso a los que piden
desde sus escaños gélidos, listos parta pasarse otra noche más, conversando con
la muerte.
Hay uno de estos habitantes al que nunca se le ve pidiendo
nada. Justamente el más pasado a llevar de todos, el de aspecto más desértico y
dejado de lado. El color y la dureza de su piel hablan de todos los soles que
han pasado por ahí, todas las noches más duras que esta de garúa. Sus ojos son
astros que brillan como dentro de la noche de su rostro, que está a su vez
dentro de la noche de todos nosotros. Y ahí, en el centro de su propio viaje,
él nos mira, cubierto con frazadas viejas y sucias.
Lo rodean cinco o seis perros que representan entre todos la
variedad intergaláctica de perros. Desde monstruos grandes y de aspecto
plácido, hasta unos enanos molestosos que sólo buscan su pelea. Cada uno de los
perros no se aleja mucho del hombre, en un orbitar de lealtad mutua, como si la
dispersión de estos seres les hiciera perder el aire y el calor.
Esta ceremonia es cosa de cada anochecer. Inevitablemente
termina de la misma forma, lo he visto unas cuantas veces: el hombre se
recuesta y se duerme en un escaño. Los perros se acuestan sobre él,
amorosamente ordenados, dándole tibieza para sobrevivir, o recibiendo fuego del
espíritu mientras el hombre sueña. El hombre y su perro, entregados a la
somnolencia, al olvido y la visión de ojos cerrados. Mientras este ramillete de
seres se abrazan, nosotros, los despiertos, caminamos en busca de nuestra visión
y nuestro sueño. Y es tan tarde, tan tarde ya.
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