(Publicado hace años en la
revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
Es la noche
de un día de protesta. En mi pega, todos hacen hora para irse bajo la
protección de un radiotaxi pagado por la empresa. Sólo yo, en un arranque
disfuncional y solitario, me fugo hacia el poniente por mis propios medios. No
quiero el paraguas protector del patrón cubriéndome de una lluvia imaginaria.
Los
noticiarios, en sus despachos cada quince minutos, anuncian todos los desastres
de una asonada supuestamente en marcha. Pero lo que muestran las pantallas, si
dejamos de escuchar los discursos y el subtexto de las locuciones, son apenas
un par de cientos de personas, tratando de tomarse moderadamente las calles
para su alegato.
En
cualquier caso, me gusta esta ciudad cuando se queda así, vaciada por su propio
pánico auto inflingido. Las Alamedas se ven anchas, aunque no abiertas como en
la profecía incumplida. En el metro no hay colapsos ni frotaciones entre los
conciudadanos. Da la idea de que la tranquilidad es una capa que subsiste
debajo de la otra capa más evidente, la de la muchedumbre apresurada de cada
tarde.
En este día
anormal, en esta noche de fuga, sólo queda esto: una hermosa ciudad abandonada.
Las voces se desperdigaron, las quejas, refunfuños y alegatos.
Insisto en
que este miedo es una trampa, pero es una trampa que opera en ambas
direcciones, la de los que la ponen y la de los que quieren (queremos) caer en
ella.
Las
noticias ofrecen temor en bandeja: vienen los bárbaros. Luego, cinco millones
de personas se sirven al unísono el menú, sin asco. Al fin y al cabo, así es
más fácil convencer al jefe de irse a media tarde, no importa si los incidentes
ocupan sólo una pequeña parcela de una realidad mucho más grande. Los jefes en
sus oficinas se sienten bien salvados a sus subordinados de la oleada salvaje
que se viene. Los niños faltan al colegio, los trabajadores se guardan antes de
que caiga el sol. De esa manera, se pueden ver los desmanes de la barbarie en
la comodidad de la casa, cada uno frente a su tele. Cada uno con sus seres
queridos. La realidad es apenas un espectáculo cocinado en salas de edición.
Pero no
juzgo. Si todos quieren bailar ese ritmo, pues bien, que bailen. Yo me cuelo
por los huecos de esta situación, por los espacios en blanco que tiene el
discurso oficial entre sus palabras, temerosas y amenazantes al mismo tiempo.
Así también yo me puedo ir tranquilo, en un tren casi desierto, escribiendo
este discurso escéptico, sin que nadie me moleste ni mire la libreta sobre el
hombro.
No es
tarde. La vaciada ciudad me espera allá arriba.
Bendito sea
el paro, bendita CUT, benditos los medios que asustan y se asustan ellos
mismos, como un niño que se cree sus inventos, como un perro que se enoja con
su cola. Benditos todos, en su pánico ilusorio y amplificado.
La micro
del tantas veces maldito Transantiago, esta vez pasa rápida y a tiempo. Y
vacía, tan vacía. Subimos sin empujones. Hay tantos asientos para elegir.
Como trazo
final de sincronicidad y armonía de fenómenos nocturnos, por mis fonos suena
Congreso, ‘Ingreso a la Hiperbórea del Sur’. Mientras me muevo por las
desocupadas avenidas, las notas ordenan el paisaje.
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