jueves, 14 de agosto de 2014

Espera vacía




(Publicado hace años en la revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")




Es la noche de un día de protesta. En mi pega, todos hacen hora para irse bajo la protección de un radiotaxi pagado por la empresa. Sólo yo, en un arranque disfuncional y solitario, me fugo hacia el poniente por mis propios medios. No quiero el paraguas protector del patrón cubriéndome de una lluvia imaginaria.
Los noticiarios, en sus despachos cada quince minutos, anuncian todos los desastres de una asonada supuestamente en marcha. Pero lo que muestran las pantallas, si dejamos de escuchar los discursos y el subtexto de las locuciones, son apenas un par de cientos de personas, tratando de tomarse moderadamente las calles para su alegato.
En cualquier caso, me gusta esta ciudad cuando se queda así, vaciada por su propio pánico auto inflingido. Las Alamedas se ven anchas, aunque no abiertas como en la profecía incumplida. En el metro no hay colapsos ni frotaciones entre los conciudadanos. Da la idea de que la tranquilidad es una capa que subsiste debajo de la otra capa más evidente, la de la muchedumbre apresurada de cada tarde.
En este día anormal, en esta noche de fuga, sólo queda esto: una hermosa ciudad abandonada. Las voces se desperdigaron, las quejas, refunfuños y alegatos.
Insisto en que este miedo es una trampa, pero es una trampa que opera en ambas direcciones, la de los que la ponen y la de los que quieren (queremos) caer en ella.
Las noticias ofrecen temor en bandeja: vienen los bárbaros. Luego, cinco millones de personas se sirven al unísono el menú, sin asco. Al fin y al cabo, así es más fácil convencer al jefe de irse a media tarde, no importa si los incidentes ocupan sólo una pequeña parcela de una realidad mucho más grande. Los jefes en sus oficinas se sienten bien salvados a sus subordinados de la oleada salvaje que se viene. Los niños faltan al colegio, los trabajadores se guardan antes de que caiga el sol. De esa manera, se pueden ver los desmanes de la barbarie en la comodidad de la casa, cada uno frente a su tele. Cada uno con sus seres queridos. La realidad es apenas un espectáculo cocinado en salas de edición.
Pero no juzgo. Si todos quieren bailar ese ritmo, pues bien, que bailen. Yo me cuelo por los huecos de esta situación, por los espacios en blanco que tiene el discurso oficial entre sus palabras, temerosas y amenazantes al mismo tiempo. Así también yo me puedo ir tranquilo, en un tren casi desierto, escribiendo este discurso escéptico, sin que nadie me moleste ni mire la libreta sobre el hombro.
No es tarde. La vaciada ciudad me espera allá arriba.
Bendito sea el paro, bendita CUT, benditos los medios que asustan y se asustan ellos mismos, como un niño que se cree sus inventos, como un perro que se enoja con su cola. Benditos todos, en su pánico ilusorio y amplificado.
La micro del tantas veces maldito Transantiago, esta vez pasa rápida y a tiempo. Y vacía, tan vacía. Subimos sin empujones. Hay tantos asientos para elegir.
Como trazo final de sincronicidad y armonía de fenómenos nocturnos, por mis fonos suena Congreso, ‘Ingreso a la Hiperbórea del Sur’. Mientras me muevo por las desocupadas avenidas, las notas ordenan el paisaje.

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