(Publicado hace años en la revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
Aquí
estoy, en pana en el costado caletero de una autopista urbana. Son las dos de
alguna tarde. Se supone que este es uno de los cruces peligrosos. Asaltan a
plena luz del día, dicen, y la policía entra lo justo y necesario. Bajo esta
pasarela los borrachos se revuelcan mientras duermen. Allá en la cancha, unos
locos se mandan los mejores pipazos y me miran sin decidirse a nada. El
territorio tiene una pátina de polvo y un humear que desdibuja los paisajes.
Pero
bien. No es el final de un camino ni nada que se le parezca. Es mi ciudad, son
mis compatriotas, soy uno más. Tengo la misma hambre, la propia sed del
espíritu y la carne. Me paro en la vereda, miro alrededor con gesto limpio, me
trago el horizonte con los ojos. Busco entre los pobres departamentos la señal oculta que me abra la visión.
Entonces le sonrío a los que pasan mientras marco en mi celular un número
amistoso, imprescindible.
La
paz sea conmigo: mi socio de siempre ya viene a remolcarme. Hace un rato un
vecino de un block cercano se acercó a darme ayuda, pero pese a su sabiduría de
taxista, el auto igual no quiso andar. Una señora chiquita me ofreció teléfono.
Una niña hermosa me preguntó la hora. Un flaco en bici me consultó si
necesitaba una grúa. Los minutos se deslizan suaves por mi reloj, todo fluye en
perfecta y mísera armonía. Los tiempos de este grupo que se ayuda por instinto
van calzando perfectamente, y ponemos cara de salvados, diciendo “buenas
tardes, buenas tardes”.
Chilenos
todos: nos vemos peligrosos desde las modernas autopistas; parecemos agresivos,
racistas, malos y descabellados desde los bien editados noticieros. Lucimos
autodestructivos en estudios de sesudas autoridades académicas, políticas o lo
que sean. Pero aquí estamos. Esperamos micro en el epicentro del caos
ciudadano. Compramos pan. Fumamos cigarros. Tomamos este leve solcito invernal.
Deseamos desesperadamente el pasado mañana, el minuto subsiguiente, la llegada
del amigo, de la amada, alguien que ayude y acompañe.
Mientras
hojeo una Rockaxis más que atrasada, sentado en el capó, pienso en el miedo que
no tengo. Con lo que resta de batería hago funcionar la radio, conectada a la
mala con mi pendrive de diez lucas. Las escalas menores de Neil Young acompañan
esta espera. Con su blues llama a las ambulancias que pasan de largo. Bajo este
puente, el viento de los camiones pasa las páginas de la revista; pienso en
esos ojos bellos, que me aconsejaban hace un par de días llevar el auto donde
Monchito, el mecánico. ¿Y bien? Como siempre, desoigo los consejos y avanzo por
calles que no tienen dios, sino apenas unas animitas desteñidas. Levanto la
vista. Mi socio, mi hermano, se aparece allá, por el semáforo, con las luces
encendidas para que lo vea. Nada está perdido, ni siquiera yo.
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