(Publicado hace años en la
revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
Una noche como de tantas, ella me
presta un disco de Muse. Al otro día, yo tenía una de esas mañanas de trámites
histéricos, cruzando la ciudad de lado a lado. Un largo etcétera de horas en
que giro y giro en auto alrededor de la ciudad. Hace un par de días tuve el
móvil en el taller, así que de momento se porta como un duque.
La última parte de mi recorrido
son unos veinte kilómetros de carretera urbana, esas extensas venas de concreto
que cortan la urbe en enormes ghettos concéntricos y sucios. Entonces, para
decorar esos minutos, pongo a Muse.
Entre lo sereno y lo frenético de
la música, comienzo en la autopista mi experimento vial favorito. Como dueño de
un Lada, sé en carne propia que es un auto mal mirado en las rutas. Si alguien
queda detrás mío, son pocos los que resisten la tentación de adelantarme. Eso
independientemente de que vaya a 120 en una zona de 100. Y cuando lo hacen, no
pueden dejar de mirarme con una cara como de estar lavando una afrenta.
Mi experimento consiste en avanzar
a todo lo que doy, desafiando a los otros. Recién operado, este bicho corre lo
suyo, no se engañen. Entonces, con Muse atronando en los parlantes, lo puse a
fondo y me lancé. De entrada me fui por la pista izquierda y me pasé tres autos
al hilo.
Por el retrovisor pude ver cómo se
les desató la histeria: todos por los carrilles de mi derecha se fueron
abriendo y comenzaron a cazarme. Yo iba a 125 y esto estaba comenzando. Un
Renault dorado se me acercaba peligrosamente. Atrás, un Kia blanco se aplicaba.
Y al último, por la pista lenta, una Ranger trataba de recuperar terreno.
Pinché el acelerador y aumenté
limpiamente diez kilómetros más. Con eso, mantuve un tiempo más la ventaja. El
vocalista trataba de ser tierno con un largo “uuuuu”, hasta que el piano lo
interrumpió. En ese momento, el Renault por fin me alcanzó. Mientras pasaba, el
conductor me miró por un segundo y luego, displicente, comenzó a hablar por
celular.
Yo aproveché el descuido, aceleré
otra vez y llegué a mi límite reconocido: 145 kilómetros por
hora. Más de eso y el auto se me desarma. Los moteles de la zona sur de
Santiago pasaban y se perdían. Lo mismo cementerios y supermercados. El auto
vibraba entero, tuve que subir el volumen al máximo para escuchar unas
sangrantes guitarras. La distracción telefónica del Renault fue su pérdida. No
sólo lo volví a pasar, sino que desde atrás, picando, la Ranger nos pasó a todos y
en diez segundos se perdió hacia el oeste. El Kia, con prestancia, me fue
rebasando poco a poco y, como si nada, se puso delante y se distanció.
En fin. Ya estaba hecho. El del
Reault prefirió la conversación a la competencia y se fue quedando muy atrás.
Bajé las revoluciones hasta volver a los 125 iniciales. Estaba solo otra vez en
medio del camino. Saqué mi brazo derecho para sentir el viento entre mis dedos.
Justo en ese instante se rompió la correa del reloj y la ventolera me lo
arrebató en un segundo. Por el espejo lo vi rebotar contra el pavimento,
esperando a que algún camión lo aplastara.
¿Y bien? Me sentía feliz. Una vez
más los histéricos me habían adelantado y se alejaban de mi. Además, ya había
hecho todo lo que tenía que hacer, en la noche y en la mañana. Ahora perdía
toda noción de tiempo, tenía una brisa casi tibia en la cara y el poder del
rock por los parlantes. Baje la velocidad a 95, me fui a la pista lenta y
disfruté los kilómetros que me quedaban. El sol de invierno estaba hermoso.
Sobre mi parabrisas, como un holograma, se me dibujba su sonrisa anochecida.
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