Esto lo escribí la noche en que triunfó Piñera.
Es historia, y hay que verla ya que está ahí al alcance de la mano. Como en tantas elecciones, me toca trabajar este domingo, y acá estoy, frente al hotel Ritz, algunas horas después del triunfo oficial de Piñera.
Después de darle
unas miradas al lamento generalizado en Internet, salgo a la calle a empaparme
de la celebración piñerista. Desde el cuarto piso en que me encuentro, el
concierto de bocinas hace rato ya que resuena en los oídos.
Bajo por la
escalera y avanzo media cuadra hacia Apoquindo, donde ya se junta una inestable
multitud en la vereda. Son muchos más los que avanzan en vehículo que los que
vamos a pie. Bajando desde el oriente, pero muchos más subiendo hacia la
cordillera, avanza un compacto mar de autos y camionetas. Este cuerpo móvil va
erizado de banderas chilenas y símbolos del candidato. Sospecho en alguna parte
la presencia de los inevitables vendedores de cintillos y estandartes. Hay uno
especialmente notable, donde el millonario ganador aparece -mal impreso-, con
un extraño parecido a la Gabriela Mistral de los nuevos billetes de cinco
lucas.
Doblo hacia el
poniente y bajo por Apoquindo. Voy cegado por el sol del ocaso, buscando una
sede de Piñera ubicada un par de cuadras en esa dirección. Como tantas
celebraciones políticas en las que he estado, esta me es igualmente lejana. No me
atañe, ni para alegrarme, ni para deprimirme. Simplemente es. Y por morbo o por
curiosidad ciudadana, me gusta estar mirando estos carnavales. Además, lo
dicho: es historia, y hay que verla.
Quizás es sólo la pequeña historia, la insignificante, la fugaz, la pasajera, pero
la quiero ver.
A medida que me
acerco hasta el local, la muchedumbre crece. En una esquina, un joven de lentes
oscuros y pantalones a media pierna observa la procesión. Lleva un perro blanco
y negro, pequeño pero robusto, atado a una correa. Y en su collar ostenta una
estrella del triunfador, con su nombre en blanco sobre un fondo de colores.
Los guardias de la
estación de Metro se asoman desde el subsuelo a mirar el festejo, dejando su
cuerpo a media altura en plena escalera, sin atreverse a salir del todo de su
puesto de trabajo. Lo mismo los vigilantes de la farmacia Salcobrand de más
allá, quienes, asomándose desde el local, no ponen todo su cuerpo fuera de su
sitio. Lejos de esa actitud, yo me escapé de mi escritorio, del computador
lleno de rock, para conocer un poco de este fervor de primera mano.
Camino y camino, y
la ancha vereda de Apoquindo está cada vez más llena de gente. Mucha gente
mayor, ancianos varios, agitando pequeños banderines de campaña. Hay unos
cuantos representantes de un habitante común de estos barrios: ancianos de piel
blanca y frágil, llevados en silla de ruedas, algunos incluso conectados a un
tubo de oxígeno, mientras sus serias enfermeras los arrastran hacia este
jolgorio que toca sus puertas.
Llego hasta la sede
de campaña, pero esta aparece con sus puertas y enrejados clausurados.
Obedeciendo las leyes respectivas, no luce ningún símbolo proselitista. Tras
los candados, un guardia sonríe y reparte banderines e impresos de su líder a
quien lo solicite. Parado frente a él lo pienso un poco. ¿Es historia todo
esto? ¿Soy historia yo, en medio de esta masa eufórica? ¿Soy una especie de
infiltrado en medio de alegrías ajenas, corresponsal de guerra llegado desde la
vida real en mitad de una celebración que luego se apagará, como toda
celebración? Alguna vez me dio por juntar material de propaganda. De hecho,
tengo una notable (y creo que única) colección de panfletos del Si, de 1988.
Pero ahora estoy fuera de las canchas, y ni siquiera mi vocación por lo
excéntrico me lleva a aceptar las banderitas que me ofrecen. Me giro y sigo
observando la locura colectiva que me rodea, como un “espíritu en un mundo
material”.
La multitud sonríe,
grita y festeja. Estas calles, justo donde comienza la comuna de Las Condes,
son el epicentro de la sonrisa más amplia. Dentaduras blancas se exhiben sin
pudor. Cabelleras al viento, cuerpos de jóvenes mujeres asomados por las
ventanillas de vehículos que pasan, haciéndose notar. Tenidas casualmente
elegantes, gasas, tules, algodones de vocación playera, cubren a los
celebrantes. Mucho pelo claro (natural y artificial), mucha piel científicamente
bronceada. Un gesto repetido cientos de veces: alguien que pasa en una
camioneta, descubre un rostro conocido en la vereda y lo saluda con amplia
sonrisa, mientras agita un estandarte a manera de saludo.
Lo que más extraña
es que, en medio del delirio, no hay consignas de ninguna especie, no hay
cantos ni coros. Tampoco hay música o sonido organizado. Sólo un simple y
persistente ulular, aullido de felicidad sin verbo alguno. Pareciera que sobran
las palabras. O a lo mejor no encuentran las palabras. A lo mejor no tienen
palabras, o no las conocen, no las encuentran en la electricidad de estos
minutos. Sólo eso: alegría, gritos y banderas. Es como si el público de un
recital se hubiese dispersado por las avenidas, gritando con medido entusiasmo
“uuhhhh”, “woooowwww”, “yeeeeahhhh”, y así todo el rato. Quizás sólo las
bocinas son las que tienen algo que decir. Fuertes, poderosas, pidiendo que les
abran paso, haciéndose notar, como emisarias del poder de los motores.
Mi tiempo de
libertad robada se acaba rápidamente, así que termino mi exploración a la
carrera. Tomo el camino de regreso, apurado y algo cansado de esta bulla que
crece y se hace más intensa. Al volver noto que los guardias del Metro ya se
entraron. Lo mismo el vigilante de la farmacia. Una señora de delantal blanco
(presumiblemente nana), me adelanta con una bolsa de supermercado en su mano.
Vuelvo a pasar por
la esquina donde hace un rato un muchacho observaba todo con su perro. Le
pregunto a la pasada por la raza de su mascota. “Es un bulldog francés”, me
dice, orgulloso de su bestia.
Luego vuelvo a mi
trabajo y escribo esto.
Domingo 17 de enero
de 2010, 20:36.
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