Este texto es parte de mi libro "Ciudades Invisibles"
Son casi las tres de
la tarde de este día cualquiera. Como que llueve y no llueve. En fin. Aunque
voy otra vez atrasado, en realidad no me preocupa tanto y no me siento (en el
fondo de mi alma) apurado.
El chofer tampoco.
Nadie lo despega de la cuneta, nadie lo saca de su impávida tranquilidad para
esperar sus pasajeros en la luz verde, mientras desde atrás le dedican un
concierto de bocinazos.
Los tipos como estos
suelen ser caritativos a su manera, dejando subir a la máquina toda clase de
vendedores, suplicantes y artistas.
Lo mejor es
relajarse y tratar de disfrutar del espectáculo. O sea, más que ver el asunto
como lo que es: comercio ambulante, lastimosas historias para recolectar plata,
cantantes de irregular calidad, es mejor pensar esto como una especie de feria
de variedades de batalla que se ofrece en el escenario del pasillo.
El caso es que entre
toda la diversidad de seres que recurren a la micro para su subsistencia, el
tipo que nos ofrece ahora su espectáculo tiene algo de especial, lo tiene pero
no acierto a definir qué es. Veamos.
Tiene un
"centro" o un "tema", por decirlo así. SU tema es "El
Rey": sólo canta canciones de Elvis. No es poco.
No lo hace ni
demasiado mal ni demasiado bien. Acompañado de un pandero, se pasea cómodamente
por el repertorio, en una especie de "medley" que poco a poco
concentra la atención de los pasajeros.
El chofer hace rato
que bajó la radio y da rápidas miradas al artista por su espejo.
El tono de la voz es
parecido a Presley, al tipo apenas se mueve, el pandero marca el pulso preciso
para que las canciones transmitan algo al corazón.
Se produce un
extraño silencio en el pedazo de ciudad que recorrimos. Nadie toca las bocinas,
la luz roja del semáforo parece más larga de lo habitual, pero eso no incomoda
a nadie. En las veredas, los peatones caminan plácidos, sin tanto apuro,
dejándose reflejar en las vitrinas, o esperando su micro mirando al horizonte
con una especie de sonrisa, como si no fuese la micro lo que esperasen, sino
que algo más vital, algo más puro. Todo este, mientras nuestro Elvis de pasillo
nos susurra una canción de amor.
Los pasajeros que
suben se integran respetuosos a la función, y mientras avanzan en busca de su
asiento, tratan de no interrumpir.
Mientras, me
pregunto qué hay en este tipo que, aparentemente, no tiene nada de especial,
que provoque una rara sensación. ¿Elvis? ¿Su voz? ¿El pandero? ¿Es nada más que
un efecto colateral de la contaminación por Ozono? Quizás es un poco de todo
eso, quizás no es nada.
Cuando termina su
actuación y espero el previsible discurso de petición, el sujeto suelta,
"desde el fondo de lo más profundo de su corazón" (cito e
Electrodomésticos), un suspiro que me deja helado. Un suspiro de cansancio, de
entrega, de satisfacción. Entonces, se me cierra el cuento y se me abre la
comprensión.
Es simple. Lo que el
tipo tiene es que lo entrega todo, se revienta en cada canción, deja las tripas
y el alma para ganarse cada monedita, como si se le fuera la vida. Y en realidad
se trata de eso: se le va la vida en esto. Eso es lo que transmite.
Se le ve contento
mientras suelta su rollo, sin lastimerías, sin querer dar pena para que
soltemos cien pesos o más. Nos llena de bendiciones y comienza su recolección.
Nos dedica una sonrisa
a cada uno, "colaborantes" o no. En realidad le va bien, junta unas
cuantas de monedas antes de bajarse. Lo último que alcanzo a ver es cómo se
guarda las monedas sin contarlas, se persigna y con los ojos luminosos comienza
a buscar otra micro, como si no fuese una micro lo que esperase, como si fuese
algo más vital, más puro, y así por siempre, cada día de sus horas y minutos.
Son como las tres
veinte. Ya ni pienso en mi atraso. Mientras bajo de la micro, repaso el
espectáculo vivido y me sonrío. Recuerdo a Juan Manuel, otro cantante de micros
de los que te cargan las pilas, pero él es otra historia.
Entro a mi pega.
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