viernes, 26 de septiembre de 2014

Día de trabajo




(Publicado hace años en la revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")

Es la mañana de un día de trabajo. Con dos pegas y media para cumplir, mi rutina se debate entre la burocracia, la empresa privada y la literatura. Matizada por los placeres del viajar en esta ciudad y su exquisito colapso urbano.
Todo bien y todo mal y todo bien de nuevo. La obligación de viajar de un lado a otro me expone a la galería completa de personajes que habitamos esta tierra de promesa y perdición. Oficinistas, colegialas y ancianos desvalidos se pelean un espacio bajo la luz. Niños que se ofrecen en sacrificio diario a un futuro con estrellas luminosas y otras muy oscuras. Policías que inmutablemente hacen su propia labor, ya sea dirigir el tránsito o apalear a sus conciudadanos con rigor. Vendedores que trafican desde chicles con sabor a viagra hasta los que ofrecen su propio discurso, trasnochado y febril.
Son los mismos seres que desde hace tiempo se infiltran en las páginas de estas crónicas que escribo de manera incurable. Somos los mimos seres, debiera corregir.
Si. Algunos de ellos tuvieron el dudoso honor de ser parte de un libro que publiqué hace un tiempo. En él, los espacios vacíos fueron invadidos por fotos que unos cuantos cómplices-amigos facilitaron. Allí la galería de figuras de mis textos alcanzó otro nivel de la realidad: desde su vida propia a las palabras, y luego a la fotografía. Hay un blog también donde algunos de ellos se mantienen fijos en sus gestos de grandeza ciudadana, enmarcados en los mínimos comentarios que escribo.
Pues bien: una de estas mañanas, mientras iba escalera arriba saliendo del metro, apurado como siempre, me topé con uno de esos seres. Un anciano de pelo corto y blanco, que en el libro aparece dando migas a las palomas, ahora estaba allí, pidiéndome una moneda para seguir vivo. Quién sabe si esa misma plata iba a dar otra vez a las palomas. La cadena alimenticia de los bichos partía por mi bolsillo, pasaba por la panadería donde compraba el viejo algún pan duro, y terminaba en el caótico picoteo de la gris bandada. Verlo fuera del contexto de las páginas me sorprendió, como si los planos de la existencia se desdoblaran. Mientras caminaba dejándolo atrás, entendía por fin que hay vida después de los libros. Era más curioso aún, considerando que en ese instante me dirigía hacia la Biblioteca de Santiago. Allí un ejemplar de mi libro recibe las ocasionales miradas de los lectores. Es como si el viejo anunciara su presencia libresca de unas cuadras más allá, estirando hacia mí, el autor, su mano temblorosa.
Bien, una vez pasa por casualidad, pero al otro día, misma hora, misma estación y misma salida, apareció otra persona que también está en el blog y el libro. Esta vez era otro anciano de la calle, que se distingue por usar todo el año un gorro de Viejo Pascuero. Este estaba postrado, apenas escapando de la helada, sin pedir monedas ni nada. Simplemente allí, tirado en el pasadizo subterráneo, viéndonos pasar, con toda la indiferencia del desesperado. Viéndome a mí en persona, devolviendo el asombro de mi mirada con unos ojos de frío que anticipaban la muerte.
A estas alturas, preferí no sacar ninguna conclusión, por lo menos por un rato. Pero un par de horas más tarde, y luego otra vez y otra vez, me he sorprendido ojeando el libro o navegando por el blog. Trato de adivinar cuál de estos personajes se escapará de su página o de su pantalla para cruzarse en mi camino. Pero es tarde, y tengo que apagar el computador, tengo que cerrar el libro.

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