(Publicado hace años en la
revista Rockaxis, en mi desaparecida columna "Paisaje Sonoro")
El arte de la calle, entre el fervor y la
sobrevivencia, lucha para que nosotros, transeúntes, pasajeros, nos demos
tiempo de escuchar y de poner valor a lo presenciado. Bien lo sabe cada
cantante de micro, sea bueno o sea malo. Cada uno de ellos sale a las avenidas
a ver por qué precio se puede arrendar su voz hoy. Allí se corre todo el
riesgo.
Estos artistas muchas veces se auto asignan el
rol de subir el ánimo del respetable público, con dispar éxito. La vulgaridad,
rutinas y repertorios repetidos, le pasan la cuenta a estos espontáneos
animadores.
En la fauna ciudadana y guitarrera se agazapan algunos sujetos notables. Pero,
en mi modesta opinión, hay unos cuantos que relumbran. Menciono dos.
El Julia. Este es un tipo canoso, algo mareado,
canoso y asoleado, que hace un show que se apoya en un par de valsesitos
peruanos, de amor sufriente y desgarrado. Apenas empieza a cantar, uno nota
algo diferente: el Julia marca obsesivamente el tiempo con golpes de pie en el
suelo. A medida que la canción avanza, él se va desplazando por el pasillo,
aumentando la intensidad de su voz. A estas alturas, uno ya sospecha que algo
raro pasa aquí. Cada verso es más fuerte e intenso. El Julia mira a su público,
especialmente mujeres, y de pronto se lanza. Lo que eran tímidos pasitos se
transforma directamente en danza. Con su guitarra de palo apuntando hacia a
delante, como haciendo “la metralleta”, el vals adquiere un poder hipnótico y
arrasador. Y uno se da cuenta que el movimiento del artista recuerda peligrosamente
los pasos de Check Berry o Angus Young. Ya en uso pleno de sus facultades, con
el público en sus bolsillos, el delirio se toma el espectáculo. El cantante
dedica cada verso a una pérfida de nombre “Julia” (de ahí el apodo). Cada nota
es un aullido desesperado y divertido a la vez. el juego total de la expresión
incluso pasa por cambiar el acento del nombre: la malvada pasa de Julia a
Juliá… En ese momento las risas pasan a ocupar el centro. El viejo corre como
loco de un extremo al otro de la micro. En un momento, poniéndose en posición
de ataque, se deja llevar por la inercia del frenazo, patinando hasta el señor
chofer, mientras los viajeros aúllan y buscan en sus bolsillos monedas,
billetes, relojes, dulces, lo que sea, para premiar al que fue capaz de
elevarle el ánimo a la masa después de un día de mierda. Y eso no es poco, son
escasos los que lo logran. Y el Julia agradece de corazón cada moneda, curtido
y doloroso. Y aunque todos pedimos otra, otra más, el tiene que irse con su
misión de locura hacia otro bus de la desolación. Es su pega, su misión y su
apostolado. No hay más.
El otro espécimen es menos espectacular, pero
muy certero en cuanto al material sonoro. Le conocemos como “El Lennon”, y es
un flaco de melena estilo Ramones, que trabaja con una guitarra acústica
amplificada con baterías. Su show se basa en el repertorio completo de The
Beatles, y con eso ya tiene para hacerse un lugar de privilegio en la cadena
alimenticia de las avenidas. Es que son tantas y tan sentidas las canciones
beatleanas que yacen en el fondo del inconsciente colectivo que no cuesta nada
que la masa enganche con él. Hay que destacar que el tipo canta muy bien, se
sabe las canciones “a la pata” y toca muy bien la guitarra. Sus espectáculos
incluyen buenos riffs y solos. En una ocasión lo vi lanzarse con “Blackbird”,
en una versión muy sentida y exacta. Y son muchas las veces en que termina
acompañado con cantos y aplausos de los pasajeros. También recibe su
correspondiente lluvia de monedas.
Tanto el Julia como el Lennon tienen en común
el convencerte de que lo suyo es mucho más que una necesidad. Se trata de amor,
devoción y entrega, en la lucha diaria por el pan y por el espíritu. Quizás si
eso es el centro de este rockanrrol de micro, que enciende los ánimos y ayuda a
pasar los dolores de la vida diaria. Se les agradece. Y las monedas a veces se
hacen pocas.
Para el cierre, dos imágenes.
Imagen uno: el Julia, apretujado en el tumulto
de un bus oruga del Transantiago, justo en el fuelle del vehículo. No hay espacio
para su despliegue desbocado, así que se limita a cantar con voz dolorosa su
canción. Y no es lo mismo. No hay carreras ni danzas, y el público lo mira
entre extrañado y ofendido. Antes de pedir sus monedas, lanza un suspiro y dice
“cuánto lo siento, cuánto lo siento”…
Imagen dos:
tres y media de la mañana, avenida Providencia desolada. Nadie a la
vista. El Lennon, apoyado en un paradero solitario guitarrea su desenfreno,
interpretando una serenata sicodélica para alguna dama oscura, perdida como todos,
en esta noche bella e irremplazable. ¿Qué estará cantando? ¿Revolution? ¿Don´t Let Me Down? ¿Come Together? Desde la distancia móvil del
radiotaxi en que viajo no lo oigo. Pero llegan hasta acá las ondas: amor,
devoción, entrega. El show de estos hermanos dementes debe continuar, lo
pedimos, lo exigimos.
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