Ya llegamos hasta acá. Apenas unas frase
sueltas nos orientaron en camino hacia uno de estos días. Era sábado y se nos
aparecían pantalones amarillos. Primavera, primavera, primavera para todos,
para nadie.
Las tardes de luz y sol son un premio para los
que supieron seguir vivos y anhelantes.
La patria es un pequeño incendio, y el viento
trae un rock and roll tras otro, como si nada, como si todo el mundo se
contagiara repentinamente de una fiebre que no reconoce vacuna ni remedio.
Por supuesto que todo esto puede ser nada más
que una falsa impresión, una alucinación que entra por los audífonos directo
hasta el alma. Y es que en las noches aún gobierna algo del frío. Y el mendigo
que vive en la Alameda con Las rejas tiene que seguir cubriendo su desnudez con
frazadas viejas y dos o tres perros que lo acompañan en su trasnoche eterno y
entumido.
Pero las caras de mi gente pareciera que
cargara un poco más de esperanza en que lo de la otra esquina va a cambiar
desde un color endurecido a un tono de embriagante lucidez. Me veo en las caras
de todos los demás que, como yo, se dejan caer en el vuelo de la noche de cada
uno.
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